Hace años, cuando yo era niña, me lo pasaba pipa jugando con mis primos. Sobre todo en el enorme jardín de la casa que tenía nuestra abuela, en una urbanización medio campestre a las afueras de Alcalá de Guadaíra, donde íbamos muy a menudo. Esa agradable convivencia de veranos, fines de semana, y todas las fiestas habidas y por haber, sufrió un penoso revés cuando mis primos me dejaron sin mi muñeca preferida. ¡Jamás tuve antes ni después otra muñeca igual!
Aquella desgracia comenzó como un plan divertido de tantos. Aunque yo era la más pequeña, siempre me invitaban a jugar y merodear con ellos, cosa que me hacía felicísima. ¡No había existido en toda la Historia Universal una pandilla como la de mis primos! Luego descubrí que en realidad yo era su coartada para muchas cosas, sobre todo escaparse al pueblo a comprar pasteles. “Es que son para Silvia, ¡le encantan!”, respuesta habitual si les pescaban. Yo, más tonta que un ajo, sonreía asintiendo muy contenta a todo lo que ellos dijeran, aunque me valiera un castigo.
Bien, volviendo a mi muñeca querida, Ani-Mani, la cosa empezó cuando uno de los primos mayores vio un documental sobre los globos sonda, que después de alcanzar alturas enormes se iban desinflando poco a poco, de forma que el aparataje llegaba a tierra cargadito de valiosos datos meteorológicos. Mi primo (tenía entonces 12 años) llevaba siempre la voz cantante en la parte “científica” de nuestras aventuras. Y en un santiamén decidió que nosotros íbamos a enviar un chisme al cielo, para recoger luego en tierra los datos. ¿Cómo lo haríamos volar? Muy sencillo: atando globos de feria, como un ramo de flores. ¿Y con qué íbamos a recolectar nosotros datos de las alturas?, dijo alguien.
Ahí el sabio se quedó pensativo, y otro de los primos propuso una idea que fue el motivo de mi aciaga pérdida. Sugirió que en vez de un globo sonda fuese uno aerostático, de pasajeros, con su barquilla reglamentaria. “Buena idea, ¡un pasajero!”, dijo el científico. Entonces todos se volvieron hacia mí con miradas zalameras, muy sonrientes. Quedó decidido en pocos segundos que yo sería la Madrina de Vuelo, y tendría el honor de ceder mi pasaje a una de mis muñecas, “la que yo quisiera”, indicaron de forma caballerosa, “siempre que pese poco”, añadió el primo científico (que hoy es ingeniero).
¿Para qué negarlo? Me sentía como la Estrella de la Ilusión en la cabalgata. ¡Yo era la prota de aquella aventura con mis primos! Me parecía que no podía existir en el mundo tamaña felicidad. El Comité de la Expedición, una vez que llegué al galope jadeando con mi muñeca preferida, Ani-Mani, la sopesó con rigor, dando ipso facto su aprobación a la candidata (que era de trapo, muy liviana, y tenía un sombrerito de paja igual al mío).
Los globos los facilitaría otro de los primos: su padre, mi tío, le prestaba a un vendedor de globos un pequeño almacén en el pueblo, para que guardara allí las bombonas y demás archiperres. De modo que teníamos globos a porrillo cuando nos apetecía. El futuro ingeniero había ideado una sesuda manera de “calibrar la propulsión” (así hablaba él), consistente en ir uniendo ramilletes de tres globos, hasta ver con exactitud cuántos se necesitaban para que el globo se elevara graciosamente, a velocidad controlada, sin acelerones ni remoloneos que podrían torcer el plan de vuelo en un claro rodeado de árboles. Decidieron que la pasajera debía ir asegurada a la barquilla (prudentemente evitaron en mi presencia decir “amarrada”), para que no se deslizara hasta quedar desplomada sobre la baranda, o caída en el fondo, restando galanura a la expedición.
Para la barquilla habían cogido una cesta que la abuela ponía en Navidad junto al Belén, cargada de turrones y mantecados. Yo incluso llevé la batuta en algunos detalles de la aventura, que mis primos mayores, sabiamente, dejaron en mis manos. ¡Me sentía como Dora la Exploradora! Comprobamos que la propulsión adecuada para el despegue eran cinco manojos de tres globos, más otros dos globos sueltos. Y en pocas jornadas estuvo todo listo. Por supuesto habíamos esperado un día sin viento para el ascenso. Esa tarde después de la merienda fuimos corriendo al claro con todo el equipo, y allá que embarcaron a Ani-Mani, asegurada por los pies y la cintura, muy sonriente ella. ¡Ay mi muñequita querida! Me la había traído mi abuelo de Bélgica.
Y ahora diréis… bueno, ¿pero cómo pensábais recuperar el globo?
¡Muy sencillo! Bastaba con ir reventando gradualmente globos desde abajo mediante una escopeta de plomo, atentos al curso del aparato y a la velocidad de caída. “Igual que los globos de pasajeros dejan escapar aire caliente para bajar, nosotros le vamos restando propulsión desde aquí”, explicó nuestro genio de cabecera, que había leído ya dos libros de aerostación. Nuevamente nos felicitamos y dimos gracias al Señor por tener en la pandilla a tan eminente experto. Rápidamente preparamos la aeronave, sumando globos hasta ver cómo la canastilla se balanceaba y finalmente hacía por elevarse. ¡La verdad es que resultaba emocionante ver nuestros globos bien conjuntados tirando del cable, con la pasajera asomada feliz a la baranda, y como impaciente por ver mundo desde lo alto!
Mi vacilante sugerencia de hacer un vuelo de prueba sin aeronauta, por si acaso, fue recibida por una salva de resoplidos desdeñosos, ante mi supina ignorancia de las nociones más elementales sobre la propulsión gaseosa y el alcance balístico. Aunque, como se acercaba el momento del despegue, mis primos al instante volvieron a mostrarse lisonjeros conmigo, temiendo probablemente que me arrepintiera en el último minuto.
¡Pero nada más lejos! Yo, con las manos en la boca, estaba a punto de reventar de los nervios, deseando que aquello subiera por fin, flotando como una pompa de jabón. Habíamos elegido un amplio claro entre los altísimos pinos, donde mi muñequita viajera podría despegar y volver sin contratiempos.
¡Y allá que fue! A una señal de todos, yo misma en persona desaté el amarre, y, tras una pequeña vacilación, como si la tripulante repasara mentalmente la hoja de ruta, el ramo de globos multicolores, con la canastilla detrás, se elevó derecho, derecho, despacio, a cámara lenta, o sea la velocidad deseada, jaleado por una explosión de vítores y saludos a dos manos a la viajera. Yo daba saltos de júbilo, imaginando que ella me veía desde lo alto muy agradecida.
El tirador estaba listo con su escopeta, para ir eliminando globos calmosamente cuando llegara el momento, antes de que volando volando la aeronave escapara a su alcance… ¡No se nos ocurrió algo tan sencillo como atar la cesta a un ovillo de cordel, asegurado en tierra! O tal vez sí se les ocurrió a ellos pero lo descartaron, juzgándolo vergonzante, infantil y timorato; no me extrañaría nada.
¡Ay! Entonces sucedió algo por completo inesperado. Apenas rebasó las copas de los pinos, el globo fue empujado de lado bruscamente, y de pronto apenas se le podía ver, volando presuroso por encima de las copas, y además ganando altura. No comprendíamos nada, pero estaba claro lo que pasaba: ¡allí arriba hacía viento, aunque abajo no! Nos miramos perplejos, y luego salimos despepitados corriendo detrás de Ani-Mani, sin que el francotirador, pálido como todos los demás, pudiera encontrar un claro entre los pinos para detenerse a reventar globos, ni con calma científica ni a la desesperada.
Yo iba angustiada, corriendo también. Obviamente pronto me quedé la última, lloriqueando entre los matojos, trotando en pos de mis primos, que perseguían a la muñeca raptada. De pronto oí gritos ahogados delante, y cuando llegué al sitio vi que todos, incluido el tirador con su arma, se habían caído por un terraplén que estaba oculto detrás de una hilera de arbustos. Se levantaron, llenos de polvo y arañazos, doloridos, desconcertados, y sin saber ya hacia dónde correr: ¡los globos, la barquilla y Ani-Mani se habían perdido de vista!
Yo no tenía consuelo, y lloraba a gritos para espanto de los primos. ¡Mi muñeca! ¡Mi muñeca! El aturdido cazador de globos, intentando apaciguarme, hizo varios disparos hacia arriba a voleo, que los demás escrutaron esperanzados, sin que hubiera resultado alguno por supuesto. ¿Qué hacer? Nadie había previsto aquella contingencia. ¡Tal vez incluso se arrepentían ya secretamente de haber descartado el cordel de seguridad! Nada veíamos arriba entre los pinos, ni sabíamos dónde encontrar cerca un lugar despejado. ¡Yo con mis gritos a lágrima viva no les ayudaba mucho a pensar alguna solución!
Entonces llegó una cuadrilla de padres alarmados, a los que alguien había avisado al oír las voces de los primos, y sobre todo mis alaridos de Madrina de Vuelo desolada. Los altivos promotores aeronáuticos se habían convertido en un hatajo de chiquillos asustados, sucios y desaliñados, algunos todavía con hojas y ramitas en el pelo. Al ver la escopeta, nos señalaron tajantemente el camino de vuelta a la casa de abuela, y en muy corto trecho el Científico y sus ayudantes encajaron una oleada de castigos. El francotirador, por coger la escopeta sin permiso; los demás, por dejar que la usara en un lugar cercano a las casas; algunos, por haberse roto pantalones y camisas en la caída por el terraplén; y todos menos yo con arresto domiciliario el fin de semana, por haberse ocasionado arañazos y contusiones a porrillo. ¡Pero dejarme sin mi muñeca querida no era sancionable! Lo que más inquietaba a mis primos, o sea la desaparición irremediable de la cesta navideña de la abuela, no fue detectado por los padres. Al menos entonces.
Yo seguía llorando sin consuelo, de modo que mamá, a pesar del enfado, me subió al coche y fuimos en peregrinación siguiendo el último rumbo conocido de la viajera, preguntando a izquierda y derecha por todas las casas si habían recogido una muñeca, llegada del cielo como Mary Poppins. La radio del coche de mamá iba encendida como siempre, y sonaba un disco de sus tiempos, del grupo Mecano, que odio desde aquel día.
Fue penoso ir explicando puerta a puerta por los telefonillos cómo podía ser que descendiera en el jardín de nadie una muñeca aeronauta. ¡Cada vez era menos divertido hacer de Dora la Exploradora! Yo me sentía fatal, con una opresión tremenda en la barriga: llegaba la noche, y mi muñequita adorada estaba por ahí perdida, pronto seguramente volando sola a oscuras entre las nubes. O tal vez caería por el suelo, aún maniatada a la barquilla, expuesta a que la mordiera una horrible alimaña nocturna, feroz y maloliente. ¡No sabía qué destino era más espeluznante!
Por supuesto la búsqueda no dio resultado, y tuvimos que volvernos de vacío después de preguntar a diestro y siniestro en docenas de casas. Mamá entonces, viéndome tan llorosa y angustiada, se puso a contarme que, seguramente, Ani-Mani habría llegado, o llegaría muy pronto, a una casa monísima, propiedad de una familia adorable, con una hija modélica que la adoptaría sin pensarlo dos veces. Y que además la nombraría su muñeca preferida sin dilación, porque saltaba a la vista que Ani-Mani tenía algo muy especial. La niña, me explicaba mamá lanzada, era seguramente una niña buena, ordenada, dadivosa, educada, obediente, y ante todo cariñosísima y hospitalaria en grado sumo, en fin, ¡un dechado de virtudes! Abuela se unió a sus esfuerzos, aumentando todavía más los elogios. Muchas santas veneradas de la Iglesia católica no habían tenido ni de lejos una infancia tan ejemplar y predispuesta como la anfitriona de mi muñeca querida. ¡Seguramente yo me haría al momento amiguísima de aquella niña reverenciable, cuando por fin tuviéramos noticia de su paradero!
A pesar del halagüeño panorama, yo seguía muy compungida viendo el sitio vacío de mi muñequita en mi cuarto. Tuvieron que darme un vaso de leche con miel y unas gotas de coñac para que me durmiera. En mis pesadillas veía el globo escapado flotando por el cielo para siempre, surcando los mares y las montañas, con mi muñeca a bordo muerta de miedo, y pasando frío de noche, empapándose entre rayos y tormentas hasta el Juicio Final.
Jamás volví a saber de ella. Sólo conservo algunas fotos providenciales que a petición mía le había hecho mi padre cuando me la regalaron. Yo entonces no conocía las redes sociales, ni siquiera Facebook, porque si no seguramente la habría recuperado poniendo anuncios con su foto. Cuando se estrenó Toy Story 2, lloré a moco tendido ante el abandono de Jessie, que me hacía sentirme tan culpable por la triste suerte de Ani-Mani.
Y esta es la pequeña historia de aquella muñeca. Quiero pensar que tuvo un final feliz, y que aterrizó muy pronto en el jardín de una casita monísima, sin tiempo para mojarse por la lluvia, ni para sentir miedo volando sola de noche. Si vives por la zona de Alcalá, o quién sabe si mucho más lejos, y un día te llegó bajando del cielo la muñeca de la foto, espero que la cuidaras como yo la cuidé siempre, aunque no fueras la niña estudiosa, ordenada y caritativa que me describía mi mamá.
Al día siguiente le pedí a mamá que a todas mis muñecas les metiera en el bolsillo su número de teléfono, en una tarjeta dentro de una funda de plástico. Para que, si en mitad de cualquier aventura alguna muñeca se extraviaba, y empezaba a llover, no se le borrara el número, y así quien la encontrase diera con presteza el aviso, y pudiera volver conmigo sana y salva.