Mis queridas estampaciones

Margarita González Diseñadora de Mon Ami

Mis primeros recuerdos del mundo de los estampados provienen de la casa de mi abuela. Mi madre y mis tías se congregaban allí para ver las telas que mi abuela se traía de París, de Bruselas, de Zurich, de cada ciudad que ella visitaba con mi abuelo. Yo tendría nueve años, tal vez menos, y, siendo la mayor de mis hermanos y de mis primos, era la única niña en aquellas entretenidas reuniones. Nunca decía nada, me quedaba sentada disfrutando mucho, mientras ellas tomaban el té comentando los colores y las cualidades de cada diseño, que comparaban con fotos de vestidos elegantes, sacadas de la revista Burda.

Desplegaban las telas junto a la mesa, sobre un carrito de cocina que tenía un asa grande por arriba para empujarlo. A veces me ponían alguna por encima, comentando que con ella me harían un vestido, una blusa, una falda, un abrigo. Entonces yo sentía como si el paño creciera y me abrazara. ¡Era todo tan mágico! Los estampados, los detalles de los diseños, a menudo con flores y frutos, me sugerían siempre cosas adorables: el final de curso, la fiesta en el colegio, el regalo -un caprichito especial- que me hacían mis padres al recibir las notas, las vacaciones, la casa de mi otra abuela junto a la playa.

Y mi fascinación llegó al colmo cierto día, ante un estampado prodigioso. Recuerdo que era una tela de fondo color marfil oscuro, con dos tonos de verde y rojo, espectacularmente bella. ¡Lo que yo daría por encontrarla ahora! Imaginad un dibujo que se hubiera logrado vertiendo gotas de tinta en un papel exquisito, y dejando que las salpicaduras se propagaran hasta formar racimitos, hojas, tallos. Así era su diseño. La tela tenía un tacto como de cáscara de cebolla, un poco rugoso, pero tibio y entrañable.

Pues bien, yo al mirarla sentía que estaba viendo un jardín, formado no por plantas y setos, sino por los mismos puntos y trazos que componían las ramitas y los frutos de la tela. Y me veía adentrándome por aquel jardín estampado, llena de paz y felicidad. Allí no había animales, ni duendecillos bondadosos, ni siquiera sonaban cantos de pájaros o rumores de agua. Sólo estaba el diseño de la tela, convertido en un paraje acogedor y delicioso por donde yo podía pasear. Ese día quedé hechizada para siempre con los estampados. Me hicieron con la inolvidable tela un vestido de verano, pero por desgracia no tengo ninguna foto con él puesto.

Cuando rememoro mi infancia, pienso que la vocación me viene de mi abuela, quien sentía verdadero amor por los tejidos. Compraba sus queridas telas en todas partes, no sólo comercios famosos de Europa en sus viajes, sino también muchas tiendas de Sevilla: Puente y Pellón, Canales, Meguerry, Los Caminos, Siete Puertas, Algarín… Descubrí muy pronto que los estampados de flores, con el dibujo no muy definido, me producían (y me siguen produciendo) una sensación muy agradable. Me daba igual lo que llevara flores, fueran diademas, estuches, jabones, costureros, cajitas, estampas… Si yo iba a un almacén de papelería a comprar un cuaderno, escogía el que tenía flores en la portada; si mandaba una postal tenía que ser siempre una con flores.

Hoy día las flores son para mí un motivo más, no me despiertan ya la predilección absoluta que sentía en mi infancia. Mientras más tiempo llevo en el diseño, más me gustan los contornos desvaídos y poco definidos. Me agrada que los motivos se fundan con el fondo de la tela, que no se describa claramente dónde está el límite de la forma. Me encantan las figurillas de trazos poco definidos, y también las plantas silvestres que no tienen flores: cañas, juncos, yerbas, troncos de madera sin hojas. Raras veces pinto animales.

Yo considero que hoy día tienes que personalizar los tejidos, es algo fundamental para una firma a la hora de elegir composiciones y diseños. Después de tantos años haciendo dibujos, no siento predilección por ningún color, forma ni motivo. Antaño, cuando me ponía delante del cuadrado de tela, tenía perfectamente claro lo que iba a dibujar, veía la composición en sus menores detalles. Ahora prefiero dejarme llevar por la inspiración, soltar los colores y que las formas surjan con vida propia. Claro, siempre tengo bien presentes los colores en los que he basado la colección, pero me fío de mí misma cuando evito las ideas preconcebidas y busco crear tendencia, en vez de acatarla.

Me apasiona ver el proceso de las mezclas de los colores sobre la tela, los pequeños borbotoncitos de pigmentos que se entremezclan en armonía con la paleta de la colección, aportando pequeñas variaciones, toques propios y diferentes que no imaginabas. Esas figuras que aparecen sin planearlas, y van poblando la tela de rasgos particulares, inesperados pero al momento imprescindibles, son las que dan vida a una colección.

Para alcanzar tal fluidez se necesitan muchísimas horas con los pinceles, ejecutando y probando, copiando incluso, hasta que alcanzas completa libertad, dejando que la mancha se convierta en una figurilla indefinida antes de cuajar como una florecilla, un rostro, una criatura que nos emociona. Ahora percibo al pintar que el color me domina a mí, y no al revés, que las mezclas se emancipan evitando mi control limitador.

A esa “no definición” he llegado definiendo antes terriblemente, casi hasta la extenuación, motivos, figuras, flores. Me gusta ver que un color se manifiesta en toda la extensión de su gama, desde el tono más liviano al más fuerte. Aportas al conjunto tu sello propio, y el resto lo hace el color, junto con el agua de las disoluciones; es muy importante el agua.

Cada vez que me pongo ante un lienzo siento una enorme responsabilidad, se me presenta como algo fácil y a la vez muy complicado. Y me pliego de buena gana al antojo de las musas: si no avanzo en algo, lo dejo, hasta que las caprichosas y queridas musas vuelven a mí.

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